Pasaron varios meses de planificación, preparativos, decisiones, el lugar, el día, el vestido y las flores.
Durante todo este tiempo intentaste cuidarte, vivir el momento y disfrutar del proceso. Compartirlo con tus afectos más cercanos, pero conservando ese lugar de intimidad que les pertenece sólo a ustedes dos. Más allá de todo, emprendiendo su propio camino. Construyéndolo en cada momento, porque ustedes son quienes van a transitarlo.
Fueron largos meses y casi no hubo tiempo de detenerse y emocionarse.
Y el tiempo, como el ciento, voló y de pronto, llegó el día.
Estás cómoda, sentada en un sillón, con una bata delicada, tomando mate y mirando el último mensaje que recibiste.
Te están peinando, luego de haber terminado de maquillar a tu mamá.
Espiás fugazmente en el espejo y casi no te reconocés, te detenés a observar… y el mundo se para. Silencio.
No escuchás nada, ni el celular que no para, el spray sobre tu pelo, ni los clicks de la cámara. Nada. Sólo estás vos…
Es sólo un segundo, pero se te pasa todo por la cabeza. Los momentos más emotivos.
Cuando tu papá te iba a buscar al jardín, cuando tu mamá te ayudaba a apagar la velita de cumpleaños. Las vacaciones en la playa y la primera cita.
Ese beso, el momento en que supiste que ibas a querer despertar a su lado todas las mañanas.
Se te escapa una lágrima y ese silencio ensordecedor se quiebra con ella.
La risa de tu mamá te trae de nuevo al momento. A los clicks de la cámara, el spray en el pelo. Estás acá. Y muy pronto te vas a estar casando.
En un momento, te vas a cambiar la bata por ese vestido. Vas a respirar profundo y vas a salir.
Muy pronto van a encontrarse, sonreírse mutuamente de esa manera que es sólo suya.
Se mirarán a los ojos y sabrás que estás en el lugar indicado.
Es el último momento antes de que el sol se oculte y de pronto, todo vuelve a vos.
